Una causa perdida
Sé que se trata de una causa perdida, pero creo que es obligación del escritor
mantener una llamita encendida en aquellos altares en los que casi nadie rinde ya culto. ... Esa
llamita alegórica a la que me refiero es la lengua latina, arrumbada en un desván de desidia por
las sucesivas leyes educativas que hemos padecido en los últimos años, empeñadas en hacer
de la enseñanza una transmisión de saberes puramente utilitarios.
... Antes de asomarme al conocimiento del latín, el lenguaje era un océano tumultuoso
que ejercía sobre mí una atracción hipnótica. Me deslumbraba el brillo feroz de las palabras, su
magia siempre renovada, pero cuando trataba de apresarlo entre mis manos tenía siempre la
impresión desalentadora de que se trataba de una sustancia huidiza e ingobernable, tan
copiosa que podía ahogarme en su torrente, a poco que me aproximara. Creo que esta misma
impresión la habrán experimentado quienes hayan intentado alguna vez juntar unas pocas
palabras con un propósito literario: el lenguaje, que un segundo antes se nos antojaba una
posesión dócil, se convierte en un ejército arisco y en desbandada que desobedece nuestras
órdenes y se resiste a formar esas combinaciones, en apariencia tan simples, donde anida la
esquiva belleza. Estudiando latín descubrí de repente que el lenguaje esconde una matemática
exacta, una secreta álgebra que sólo le es deparada a quienes se atreven a zambullirse en su
torrente; para aquel adolescente confuso (a la confusión propia de la edad se sumaba en mi
caso la confusión acaso más perturbadora de la vocación artística), el latín fue su escafandra y
su bombona de oxígeno en una gozosa inmersión que iba a durar para siempre. Hasta
entonces, el lenguaje había sido para mí una superficie líquida que se extendía hasta más allá
del horizonte; gracias al latín encontré por fin el arrojo suficiente para adentrarme en él y
desentrañar los bosques de madréporas que escondía en sus arrecifes, los ondulantes
sargazos que alfombraban su fondo, los cardúmenes de peces que se mecían a favor de sus
corrientes. Fue esa visión submarina del lenguaje lo que me convirtió en escritor: de repente,
comprendí que las palabras, más allá de su eufonía o brillo externos, encubrían una vida íntima
mucho más asombrosa, una fuerza irradiadora que creaba campos magnéticos sobre otras
palabras, completándolas, iluminándolas con un chispazo inédito. No se trataba tan sólo de
descubrir la sonoridad de las palabras, sino sobre todo su origen recóndito -cada palabra como
un tesoro de etimologías- y, muy especialmente, su gozosa urdimbre: si hasta entonces la
sintaxis se me había antojado una disciplina fatigosa, gracias al latín entendí que era en
realidad el esqueleto invisible del lenguaje, su necesaria respiración, su latido cadencioso y
más perdurable.
Aquella causa perdida me ganó para siempre. Y mientras me quede vida -esqueleto,
respiración, latido-, mientras me asistan las palabras, seguiré defendiéndola.
Juan Manuel de Prada, Xl Semanal, 25 de octubre de 2005.